Perdonar: el don divino
“- ¿Qué he de hacer para perdonar a otros?, preguntó el discípulo. – Si no condenaras a nadie, no tendrías necesidad de perdonar, respondió el Maestro.”
¿Quieres ser feliz por un instante? ¡Véngate! ¿Quieres ser feliz para siempre? ¡Perdona!”
¡Cuán difícil nos resulta a veces perdonar! Cuanto más involucrado en una situación se siente nuestro ego, más nos cuesta separarnos de la emoción que sentimos, que nos duele, que nos hiere, porque es nuestra emoción y por ende, nuestra carencia de respuesta útil, -no el estímulo recibido- lo que nos hace daño, y cuando nos sentimos heridos de una u otra forma, somos incapaces de pensar, de razonar, de decidir qué es lo mejor o más conveniente para nosotros.
Porque las emociones nos impiden pensar, y menos aún si son de índole negativa. Y si pensamos algo, desde luego, no es más que un compendio de variables sobre cuál será la mejor y más ladina venganza. Sobre cómo devolver y, si es posible, multiplicado, el sentimiento de rabia, impotencia, sorpresa inesperada, revés a nuestras expectativas, decepción, frustración, dentro de un patético abanico de sentimientos encontrados, todos de un mismo tipo de energía: tensión visceral negativa.
La tensión emocional que sentimos y que desearíamos descargar sobre el/la causante del estímulo que nos ha sido lanzado y ante el cual carecemos de respuesta eficaz, no nos permite subir a nuestro neocórtex para analizar y decidir, algo más fríamente, qué respuesta nos interesa devolver en el eterno juego de tenis de “estímulo à respuesta.”
Y ahí estamos, víctimas de nosotros mismos, alimentando y retroalimentándonos con toda esa amalgama de emociones negativas, que físicamente se traducen en bilis, que nuestro hígado tratará de digerir sin perecer en el intento. Si a lo largo de nuestra vida somos proclives a dejarnos arrastrar por emociones negativas, y sobre todo, si no somos capaces de “limpiarlas”, es decir, contrarrestarlas para que no nos afecten, no nos extrañe acabar con enfermedades hepáticas y biliares, de mayor o menor gravedad, incluidas las cirrosis de hígado, cáncer, etc.
Si, así es, porque esa bilis se nos queda dentro, no sale –a no ser que sepamos cómo hacerlo- y a donde va a parar es a nuestro cuerpo, no al de la otra persona/situación proveedora del estímulo ante el cual carecimos de respuesta idónea en su momento.
Porque, amigos y amigas, por si alguien todavía no lo sabe, me veo en la obligación de decíroslo: la respuesta ante los estímulos depende única y exclusivamente de una persona: TÚ. Si no sabes, puedes aprender. Nada más fácil. Llevo más de 20 años enseñándolo. Ese es el primer y más útil recurso.
Otro recurso es perdonar. ¡Qué fácil resulta, ¿verdad? Cuando se te están llevando tus demonios internos y harías cualquier cosa por devolver todo el mal que “te han hecho” (rol de víctima), vengo yo a decirte que perdones. Pues sí. Así es.
Porque pienso que ante todo, eres inteligente. Y una persona inteligente puede llegar a ser consciente e incluso inteligentemente egoísta, lo cual forma parte inseparable del crecimiento personal. Y ¿qué tendrá que ver la inteligencia con el perdón? Pues tiene TODO que ver: porque una persona inteligente, SABE que el odio, el rencor, el resentimiento, la rabia, la ira, etc., sólo afectan a una única persona: a ti misma. Porque ¡NO SON CONTAGIOSOS NI TRANSFERIBLES!
Sí, mal que nos pese. La otra persona (el malo o la mala de tu película), puede que hasta te haya olvidado, que esté tan ricamente en una hamaca, bajo dos palmeras, en el Caribe, tomándose una piña colada, bajo un radiante cielo azul y en una muy grata compañía… mientras que tú estás con todo tu rencor, rabia, despecho, frustración, odio y resentimiento, pensando “¡el día que me lo encuentre, se va a enterar de quien soy yo y me las pagará…!” y con tu hígado hecho polvo, posiblemente ya con una bonita úlcera de estómago, con el rictus de amargura haciendo un feo paréntesis donde antaño había una bella sonrisa y los hombros encorvados por el peso de una asignatura que sólo tú tienes pendiente: perdonar.
Porque perdonar, además de una virtud, es algo muy práctico y aconsejable, como ha quedado demostrado, si es que en algo valoras tu salud, tu ánimo, tu autoestima, tu energía y, en fin, a ti mism@.
“Si no perdonas por amor, perdona al menos por egoísmo, por tu propio bienestar” – Dalai Lama
Hemos aprendido, bien por copia o por carencia de recursos propios, en añadir al problema en cuestión un disgusto, una fuerte tensión emocional, una posible enfermedad, con lo cual tendremos dos problemas a resolver en lugar de uno solo al que enfrentarnos. Y eso no es nada útil ni inteligente. Porque ¡a la otra persona no le afecta en lo absoluto tu odio, ni tu rencor, ni tu rabia, ni tu depresión ni nada de lo que tú elijas sentir: sólo a ti!
Una vez tengamos en cuenta este hecho palmario e inevitable, veamos qué podemos hacer para evitar añadir más problemas a los que la vida ya se encarga de irnos presentando.
- Mejorar nuestra capacidad de respuesta.
- Aprender a gestionar nuestras emociones.
- Ver todo lo que nos pasa como una prueba a superar. (Mi libro “Retorno al Paraíso.”)
- Entender que todo es para nuestro aprendizaje y bien último.
Perdonar es una cosa, un verbo concreto. Olvidar es otra, otro verbo que significa otra acción.
No se puede olvidar sin perdonar, aunque ello dependerá, como siempre, de ti y de la importancia que decidas otorgar a los hechos y a la persona involucrada en los mismos. Porque mientras no perdonas están manteniendo vivo el “link” con la experiencia negativa y cada vez que la recuerdas te sigue doliendo.
Cuando perdonas, quizás no olvides, pero el recuerdo no detonará ya la emoción, habrás cortado el “link” o lazo emocional, y el recuerdo no será más que una imagen en tus archivos, una experiencia, otro aprendizaje en el camino de tu vida. Perdonar puede ser pues tu mejor salvavidas.
Permíteme ahora que te cuente una historia. (Cualquier parecido con la realidad, es real…)
“En otra dimensión, en el infinito mundo de las Almas, donde todo es perfección y energía pura, había un alma pequeñita, nueva, recién nacida, que tenía que venir a la Tierra a aprender, ya que la Tierra es la escuela donde todos venimos a evolucionar para luego volver a casa, a nuestro verdadero origen, con un nuevo nivel o graduación.
Pues bien. Nuestra almita, pura e inocente como todas las almas nuevas, siempre estaba arropada y rodeada de otras almas más antiguas y expertas, es decir, su Grupo Personal de Almas Cuidadoras.
Pronta ya su bajada a la Tierra, todo su grupo se reunió a su alrededor para orientarla en su próxima misión. La nueva almita, que nunca antes había bajado aquí, estaba muy emocionada, aunque un poco inquieta, pues sabía que tenía que viajar ella solita. Y así preguntaba:
– Decidme bellas almas, ¿qué me pasará cuando llegue, cómo es ese viaje?
– Y un alma muy hermosa le respondió: No te preocupes, yo voy a ir antes que tú y cuando llegues te estaré esperando, porque yo voy a ser tu Madre.
– ¡Ah, qué bonito! Así será más fácil… ya estoy más tranquila.
– Y otra alma, bondadosa y etérea, le informó: y yo también bajaré al mismo tiempo porque mi misión es la de ser tu padre en la Tierra.
– ¡Uy, qué divertido va a ser todo entonces! Pero, ¿qué pasará después…?
– Tranquila, todo está escrito, tal como hemos acordado ya que tú también nos elegiste en su momento. Yo bajaré mucho antes, porque ya he estado allí, así que yo me voy a preparar para ser tu maestra y poder enseñarte cuanto necesites, y apareceré en tu vida con toda mi experiencia y sabiduría, que he adquirido a través de eones para poderte guiar en el camino de tu evolución.
– ¡Estupendo! Así no voy a tener ningún problema. ¡Habéis pensado en todo!
Y, una tras otra, todas las almas de su Grupo Personal de Almas Cuidadoras, se fueron presentando para informarle de cuáles iban a ser sus respectivos roles en la Tierra, ya que todo estaba previsto para su bien último: su evolución espiritual. Porque esas son las normas allá arriba. Aunque también se le advirtió que no debía olvidar que ella era un alma completa, es decir, con Libre Albedrío, y que ante todo, ella sería responsable de todo lo que hiciera y no hiciera en la Tierra, porque para eso se había elegido y previsto todo lo mejor para el aprendizaje que tenía que conseguir en esta su primera encarnación. Pero ella siempre tendría la última palabra, porque el Libre Albedrío es un don divino intocable, en el que nadie más puede intervenir.
Cuando ya parecía que todas las almas se habían presentado, apareció la última: nuestra joven almita nunca la había visto antes y quedó deslumbrada por su inusitada belleza y resplandor: flotaba en el aire, nimbada por un halo de luz celestial y polvo de estrellas; su rostro era la perfección pura y emanaba alrededor un aura de amor de alta vibración que nuestra pequeña almita nunca antes había conocido, puesto que provenía de otra dimensión, un nivel superior al que solo pueden acceder las almas muy evolucionadas. Se quedó pues extasiada ante su presencia. Y tímidamente, le pregunto:
– ¡Hola, qué hermosa eres! ¿y tú quién eres, que no te había visto hasta ahora?…
Una increíble sonrisa iluminó su divino rostro y con su melodiosa voz, le respondió:
– Soy el alma que más te quiere, porque en tu camino hacia la evolución, he aceptado una misión que nadie más quiso aceptar. Por ello, vengo ahora a pedirte ya que me perdones.
– Sorprendida, el almita dijo: ¿Y por qué habría de perdonarte, si no me has hecho nada, si eres tan buena y tan bella? ¿Qué es lo que tendría yo, tan pequeña, que perdonarte a ti, tan grande y hermosa?
– Porque, precisamente, por amor hacia ti, he aceptado una misión que las demás almas han rechazado, pero que será muy importante en tu camino: yo bajaré también a la Tierra, aunque ya no lo necesito, pero bajaré por amor hacia ti, y seré la persona encargada de aparecer en tu vida, cuando sea el momento, para hacerte sufrir, para hacerte mucho daño, pues esa será la gran prueba que vas a tener que superar. Y como cuando estés allá abajo todo se te va a olvidar, vengo a rogarte ahora tu perdón, para que nuestros espíritus queden limpios de todo karma en el futuro.
– ¡Ah!, hora lo entiendo,- dijo la almita un tanto entristecida. Es así como esto funciona… ya veo. Pero como te comprendo, ya te perdono y te agradezco que me quieras tanto como para haber aceptado esa ingrata misión.
– Todo ha quedado pues escrito y será como debe de ser, pues todo es para tu bien último y todo está hecho por Amor, para que puedas llegar cuanto antes a donde yo estoy…
Un abrazo de luz selló el pacto y todo ocurrió como se había previsto. Porque así estaba escrito.”
Espero que ahora puedas no sólo perdonar, sino incluso agradecer a quienes hayan pasado por tu vida –y hayan dejado huellas que quizás todavía tienes pendiente de archivo– el que así lo hicieran, pues gracias a todas esas personas que se cruzaron en su camino, eres quien eres hoy, aquí y ahora, y estas líneas están llegando a ti porque así estaba escrito.
Y no olvides perdonarte a ti mism@, porque hasta hoy quizás no habías sido consciente de que era tu ego y no TÚ ni otra persona, quien estaba haciéndote sufrir. Conocerse a uno mismo es quizás el primer paso para dejar de sufrir y empezar a amar. Y sólo cuando empieces a amarte a ti mism@ más que a nada ni nadie en el mundo, serás capaz de perdonar.
“Ama al prójimo como a ti mismo”, dijo Jesús. “Si en verdad queremos amar, tenemos que aprender a perdonar”, dijo Teresa de Calcuta.
Y yo te digo: perdonar es bueno para ti. Sé inteligentemente egoísta. Hazlo.
Inma Capó